La exportación cultural americana a través de HBO

Resulta imposible sobrestimar la labor de los medios de comunicación como agentes del poder blando. En una época en la que se especula con que el gigante asiático ponga en jaque el liderazgo global de los Estados Unidos, el país de las barras y estrellas tiene en la fuerza de su industria cultural una de sus más potentes herramientas para prolongar su posición hegemónica. Por sí sola, esta circunstancia justifica la continuidad del creciente interés público, crítico y académico en la cadena HBO.

La dedicación de HBO en la plasmación de diferentes visiones de la historia y la cultura estadounidenses es fácilmente demostrable. El público interesado podría comenzar su viaje con John Adams, para así asomarse al complejo proceso de gestación nacional por el que trece colonias con notables diferencias políticas, religiosas o geográficas se convierten en trece relojes en hora –usando la metáfora del propio Adams; continuar con la expansión hacia el oeste a lo largo del subcontinente norteamericano tal como la dibuja, con toda su crudeza y suciedad física, moral y lingüística, Deadwood; hacer una parada, de la mano de Boardwalk Empire, en el espejismo de la fiesta nacional –con una lista de invitados estrictamente controlada– de los locos años 20, encaminada hacia el desastre del 29; y finalizar entre los áridos paisajes de la Gran Depresión, recorridos por Okies y freaks en Carnivàle.

Sin embargo, no se trataría de un viaje exento de complicaciones. ¿Qué implica que siglo y medio de historia de un país autodenominado crisol de culturas pueda ejemplificarse con recursos audiovisuales con protagonismo casi exclusivo de figuras masculinas, heterosexuales, de ascendencia europea? Estamos tan acostumbrados a ello que la mayoría de las veces no reparamos en el peso de estos discursos hegemónicos. Un insigne modelo para combatir esta ceguera lo propone la premio Nobel Toni Morrison, quien lleva a primer plano la negritud silenciada (y no obstante, presente y sentida) en obras de autores canónicos estadounidenses, de Poe a Hemingway. Quizás sea esta una buena puerta de entrada al análisis de las series históricas de HBO.

Otras muchas dudas pueden asaltar a quien se acerque a estos textos de entretenimiento y consumo masivo con ganas de instruirse: ¿Qué consecuencias tiene utilizar productos de ficción para aprender sobre historia? ¿Qué hace que los programas de HBO sean diferentes (si lo son)? ¿Merecen un trato de privilegio respecto a los de otras compañías? Cuestiones, todas ellas, para discutir largo y tendido.

 

Y a pesar de estos problemas, no dudaría en otorgar a las series mencionadas un valor positivo. Acercarse con mirada crítica no implica obviar la calidad de la producción propia de HBO; al contrario, se le hace el servicio último de reconocer la multiplicidad de interpretaciones que pone a disposición de la audiencia, con independencia de que esta se siente ante la pantalla para descubrir cosas nuevas, pasar el rato, o ambas cosas.

Desde sus diferentes perspectivas, las cuatro series ofrecen una experiencia de verosimilitud, diríase que de “verdad”, que transciende la mera contingencia del acontecimiento histórico. Ahí radican tanto su poder como su responsabilidad, dentro y fuera de sus fronteras: en el hecho de que, para la inmensa mayoría de televidentes tailandeses que han seguido John Adams a través de HBO Asia, esta miniserie signifique su principal, posiblemente único, acercamiento a la figura del segundo presidente de los Estados Unidos. O que la (mayoría de la minoritaria) audiencia de Carnivàle en España, a través del canal de pago Dark Teuve/Buzz—obviando otros métodos de acceso menos legales—se acerque a esta serie sin un conocimiento previo sobre FDR o el New Deal o los encargos fotoperiodísticos de la FSA. Si bien las series históricas de HBO ni pueden ni pretenden suplantar el trabajo de sociólogos o historiadores, a buen seguro ofrecen suficientes atractivos para seducir a quienes se interesan por la realidad presente y pasada de la gente y la cultura estadounidenses.

Artículo publicado originalmente en el blog Diálogo Atlántico, del Instituto Franklin.

Las cinco traiciones (y media redención) de ‘T2 Trainspotting’

La traición número 1: Trainspotting arremetía contra todo. La alergia de la novela de 1993 y de la película de 1996 a la moralina redentora las alejaba de otros retratos de jóvenes desfasados que marcaron a la generación que por primera vez se asomaba a la cultura a principios de los noventa. Mientras la Mala onda de Fuguet (1991) incidía machaconamente en el despertar de Matías Vicuña a las atrocidades del régimen militar chileno, y la asepsia moral de las Historias del Kronen (1994) se veía algo empañada por un epílogo innecesario con psicólogo incluido, en el Trainspotting de Welsh no había lugar para al arrepentimiento y la redención. Del distrito edimburgués de Leith había surgido un Menos que cero (1985) con verborrea y oído para la jerga y el diálogo. Que hace dos décadas Boyle se entregase sin rubor a la inmoralidad juguetona de los personajes de Welsh hace más sangrante lo que propone en T2. En cualquier otro universo sería perfectamente verosímil el personaje que vuelve a casa veinte años después y siente pena por el padre solitario o remordimiento por la madre ausente. Pero no en el Leith de Renton, para quien esos bien pensantes mayores que juegan al bingo en el club social de la esquina solían ser obstáculos a superar en el único camino libre de hipocresía: el de la autodestrucción.

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Todo lo malo de T2, resumido en una imagen

La traición número 2: a falta de una traducción mejor de mess, T2 es un revoltijo de ideas y situaciones, lo que posiblemente se explica por el intento de amalgamar dos novelas, Trainspotting y Porno, en una sola película. Y no se pide aquí una estructura de presentación-nudo-desenlace convencional, ni una unidad de tiempo, espacio y punto de vista: la narración episódica de la primera parte funcionaba porque tendía a un fin, igual que la novela; lo que se perdía en cohesión narrativa con los saltos de perspectiva se ganaba sobradamente en frescura y ritmo.  En T2, la acción avanza a trompicones, personajes aparecen y desaparecen sin razón clara, mientras posibles líneas argumentales se quedan en nada.

La traición número 3: Trainspotting era una película de interiores: habitaciones minúsculas donde pasar el mono a pelo, pubs donde dar rienda suelta a instintos camorristas, o incluso retretes donde bucear en libertad. La forma de hablar de los personajes y sus vivencias eran más que suficientes para convertirla en un paradigma de lo escocés. Por eso chirría más el Edimburgo de postal de T2, desde el preciosismo con el que están rodados campos y montañas hasta las características calles empinadas de la capital. Si con Trainspotting dabas gracias por estar presenciando esas escenas desde la cómoda lejanía de tu sillón, con T2 te entran ganas de organizar un tour con la familia. Y esto nos lleva a…

La traición número 4: T2 no da miedo, ni oprime ni angustia. Como ejemplo de la falta de colmillo de esta secuela tenemos la escena de la fraternidad protestante de los Orange: en la ficción de Welsh, sus miembros están a medio camino entre hooligans y supremacistas unionistas; en T2, parecen sacados de una reunión del Imserso y dan menos sensación de amenaza que las fotos de Casa Pepe. Otro tanto sucede con uno de los personajes más queridos y complejos de la saga, Begbie. El que antes era un psicópata cotidiano de los que todos hemos conocido ejemplares reales, a quien era mejor tener en tu grupo de amigos que en la mesa de al lado, ahora se ha convertido en un malo de manual hollywoodiense que hace poco más que perseguir y amenazar al protagonista.

La traición número 5 (la más grave de todas): T2 es (a ratos) aburrida. Pensemos en cuántas veces nos reímos con la primera parte (única respuesta posible: un montón). ¿Y con la segunda? Resulta enternecedor ver T2 en el cine, rodeado de fanáticas de la original, dispuestas a poner de su parte para que no les estropeen el mito: ¡mira qué cambiado está Renton! En lugar de patearse las calles empedradas de Edimburgo ahora se dedica a hacer jogging, jajaja, y sí, ahí está de nuevo ese cabrón de Begbie con su mala hostia, jaja, y el pobrecillo de Spud, que sigue colgado y con la cara de tonto de siempre, ja. Y a partir de la cuarta o quinta escena, se esfuma definitivamente la esperanza de que T2 les dé razones para reír.

La media redención: es difícil de narices hacer la segunda parte de una película que ha marcado a tanta gente. La única manera de plantear una secuela de Trainspotting es haciendo una película sobre Trainspotting, de ahí que entre los puntuales destellos de brillantez de T2 encontremos el amago de hacer sonar “Lust for Life” en la primera visita de Renton a su casa de Leith, o la actualización (un tanto forzada, todo sea dicho) del célebre monólogo “elige la vida”. Pero más que una remezcla o una nota al pie del original, T2 se queda en ejercicio de nostalgia, esa palabra maldita de la que reniega la compañera de Sick Boy, pero que tristemente actúa como motor de esta secuela.

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Al llegar a los títulos de crédito finales, no podemos evitar sentirnos un poco como Sick Boy, Begbie y Spud al descubrir la traición de Renton: alguien nos ha quitado nuestro dinero, ¿pero acaso cabía esperar otra cosa?

El mar

Una familia acomodada, un hermano y una hermana unidos por ominosos lazos, y una misteriosa niñera: El mar (2005), de John Banville, erige su castillo de ambigüedades al cobijo de Otra vuelta de tuerca (1898), joya gótica de Henry James. “Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea”. Así comienza, en traducción de Damián Alou, la narración de Max Morden, quien rememora lo acontecido medio siglo atrás, en un pueblo costero, durante el verano que habrá de cambiar su vida. En su historia no hay fantasmas, pero sí seres totémicos.

Los dioses paganos son los Grace: Carlo, el patriarca, velludo como un sátiro y con ojos punzantes de resonancias satánicas; Connie, su esposa, cuya ambigua relación con Rose, la institutriz, contribuye a crear una atmósfera escabrosa; y sus hijos, gemelos en una malsana fraternidad, Myles y Chloe: el primero, una suerte de bestia infantil muda; la segunda, una joven manipuladora y violenta, satisfecha de extender su influencia sobre Myles y Max.

El Max niño, evocado desde la madurez del narrador, permanece en los márgenes de la familia, un espectador privilegiado que espía desde la copa de un árbol o escucha tras una puerta cerrada, a la manera de un torpe Prometeo intentando desentrañar el secreto de los dioses. Como contrapunto, el Max del presente es un veterano historiador del arte, y como tal, conoce el valor de la vista y la perspectiva. Su narración a base de cuadros impresionistas reelabora un retablo en el que las escenas de significado incompleto adquieren sentido aprehendidas en conjunto.

John Banville, en pose de escritor.
John Banville, en pose de escritor.

Banville presenta mirar como un acto performativo: en su mundo, mirar con envidia, deseo u odio equivale a envidiar, desear u odiar. En el juego de miradas, Max observa y es observado, y es observado mientras observa. Consciente de que la identidad individual se construye en el acto social, Max, sumido en una crisis existencial a raíz del fallecimiento de su esposa, necesita mirar y ser mirado para saberse vivo.

Como James, Banville se apoya en un narrador poco fiable, constantemente indeciso, al tanto de la naturaleza de los recuerdos como construcciones subjetivas. En la complejidad del pensamiento y la expresión de su narrador homodiegético, el novelista irlandés se confirma como un estilista flaubertiano. Irónicamente, en la frustrante búsqueda de la palabra exacta, parece compartir con su paisano Samuel Beckett el escepticismo respecto al lenguaje.

La memoria de Max configura un Libro de los Muertos dedicado al tiempo que no volverá. Finalmente, la novela se revela como una elaborada meditación sobre la memoria y la imposibilidad de liberarse del pasado. El mar se expande en un ir y venir temporal que, como las olas en la tarde de tormenta que despide a los dioses, produce vértigo y resaca en narrador y lectores.

 

Esta reseña aparece en el número 4 de The Rocketman Project

El mar está editado en español por Anagrama

 

El inesperado vicio del estilo

De la preocupación por la forma surge el arte verdadero. Así se explica que la altura estética de Shakespeare no se resienta porque la temática de todo su teatro, con contadas excepciones, se reduzca a un refrito de temas y motivos ya tratados. No hace faltar recuperar la manoseada sentencia de McLuhan que identificaba medio con mensaje para resaltar el peso del componente formal de cualquier creación. En una época en la que todo parece estar ya inventado (más allá de que probablemente todas las épocas hayan proyectado esa sensación), una vez constatado el agotamiento de las grandes narrativas políticas y sociales, el modo de expresión redobla su importancia. Lo entendió, con su clarividencia habitual, Godard al defender que un travelling era una cuestión moral.

Puede que con Birdman Iñárritu no consiguiera una película perfecta. Sin embargo, tanto su relativa innovación en montaje y puesta en escena como su exhaustivo tratamiento argumental la convertían en una cinta modélica en su unidad de mensaje y, a falta de un adjetivo mejor, orgánica en el acoplamiento de forma y fondo. Envoltorio y contenido avanzaban de la mano en una sinergia que buscaba, y con meritoria asiduidad conseguía, deslumbrar. El resultado provocaba una emoción similar a la alcanzada, desde presupuestos muy diferentes pero haciendo gala de idéntica coherencia representacional, por el debate sobre la colectivización agrícola en Tierra y libertad, el espectáculo de marionetas en Los 400 golpes, o el rostro de Bruno Ricci contemplando la huida de su padre en Ladrón de bicicletas.

¿Qué falla, entonces, en El renacido? Principalmente que su refinado estilo audiovisual arropa un entramado argumental terriblemente conservador. Birdman supuso un producto plenamente posmoderno en su fragmentación del individuo, y más concretamente, su deconstrucción de un símbolo de la identidad occidental hegemónica: el Gran Hombre Blanco, nada menos que en la piel de un superhéroe, de quien se mostraban sus miedos e inseguridades y a quien se dejaba (literalmente) en paños menores. El Hugh Glass de El renacido, por su parte, es un héroe tradicional, de una sola pieza (incluso después de sufrir el ataque de un oso), la voz central y totalizadora del relato. Y el discurso que vertebra no deja lugar a la duda: la superación personal, el honor, la venganza, son los valores que se presentan como perdidos desde una mirada nostálgica. Mientras en Birdman la hija de Riggan Thomson, admirablemente interpretada por Emma Watson, desmontaba en pocos minutos las ínfulas de su padre, El renacido perpetúa una fantasía patriarcal donde la mujer no es de carne y hueso, sino una evocación del mito del eterno femenino mezclado con un mal digerido buenismo poscolonial.

Ni siquiera el virtuosismo de la puesta en escena funciona como en Birdman: en esta, la agitación interior del protagonista encontraba un acertado reflejo en el falso plano secuencia que recorría pasillos, escaleras y salidas de emergencia como si del laberinto mental de Riggan se tratase. En El renacido, Iñárritu vuelve a jugar a sorprendernos, pero sus cartas están marcadas. Si la genealogía cinematográfica de Birdman resultaba difícil de trazar (con Cassavetes como más probable referente), en El renacido se busca emular al Malick más preciosista (valga la redundancia), al llevar la colaboración entre Iñárritu y el director de fotografía Emmanuel Lubezki a los bosques, ríos y montañas americanos.

El territorio Malick de inocencia edénica ha alimentado su imaginario visual desde las parejas de forajidos de Malas tierras y Días del cielo, alcanzando con El árbol de la vida la cumbre de su poética. En cambio, Iñárritu es pavimento, metal, los rascacielos de la Babilonia literal (el DF de Amores perros) o figurada (el tríptico cosmopolita de Babel). Pero lo que define y distingue a Malick es su acercamiento frontal, sin ironía ni guiños al espectador, a la creación y el mundo natural. En comparación, Iñárritu se asemeja al urbanita perdido en un bosque milenario que se dedica a hacerse selfies entre secuoyas. La autoconsciencia de su acercamiento cinematográfico, ejemplificada en la exhalación que empaña la lente en la escena del ataque del oso o la burda ruptura final de la cuarta pared con la mirada de Glass a cámara, señala su incapacidad para convertir la belleza ante sus ojos en un espectáculo trascendente.

dinosaurios
Los dinosaurios de Malick

En última instancia, la diferencia entre Malick e Iñárritu radica en que los temas del primero son atemporales antes que reaccionarios: el amor, la existencia, la fe, la piedad (encarnada, con osadía sin par, por un dinosaurio) se estudian en El árbol de la vida como conceptos puros, platónicos, en lugar de formas de aprehender el mundo. Inquietudes que le emparentan con esos creadores definidos como trascendentales por Paul Schrader: Ozu, Bresson, Dreyer (y de propina, Tarkovski).

En cambio, las preocupaciones de El renacido son las del western clásico, y por tanto, en buena medida específicas de la experiencia americana: desde el dualismo barbarie-civilización hasta el mito del hombre hecho a sí mismo. Es decir, en dos palabras, John Ford. Resulta legítimo preguntarse si tiene sentido poner al servicio de una historia fordiana las innovaciones visuales de este principio de siglo. Quizás a Iñárritu y Lubezki les importe la respuesta tan poco como a la Academia.

“Sobre el terreno, París, como la mayor parte del mundo, era inhabitable…” (elegía)

El 12 de marzo de 2004 vi Kill Bill: Volumen 1 por primera y última vez. La aborrecí al instante. En mi mente los miembros amputados a golpe de katana en Okinawa se confundían con los de pasajeros de un tren de cercanías (no sabría decir si había visto, leído o escuchado esos miembros, pero estaban ahí, entre los calamitosos esfuerzos de Tarantino por recobrar su talento para el diálogo ágil). Dos días después me sentía más animado: voté a IU y ganó ZP. Nunca había estado en Madrid.

La noche del 13 de noviembre de 2015, cuando el contador de muertes en París alcanzaba la centena, dediqué 26 minutos y 38 segundos a ver La Jetée (1962). Como la broma macabra de un examen sorpresa, apareció ante mí un París postapocalíptico donde las ruinas evocaban la grandeza perdida y la taxidermia había sustituido a la vida. El viajero en el tiempo nace, contempla la belleza, descubre el amor y cae abatido, para después renacer, extasiarse ante un rostro, desear lo que ese rostro promete y perder la vida de nuevo, en un eterno retorno que en una noche como la de ayer adquiere nuevas connotaciones – tantas como le queramos dar –. Quizás ese era el momento ideal para descubrir La Jetée y bañarse en la luz de la ciudad de la luz, vista desde las tinieblas, como lo hace Chris Marker. Nunca he estado en París.

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El viajero en el tiempo

¿Habré visto alguna película inolvidable al mismo tiempo que bombas explotaban en Beirut o Bagdad? Seguro que me he maravillado con algún párrafo perfecto mientras una patera naufragaba horas después de abandonar Siria. Por no pensar en las risas que me habré echado con esa serie mientras [inserte aquí su atrocidad preferida, empieza a vencerme el pudor]. Acciones todas ellas de las que ni soy consciente, y sin embargo, parecen tan reales, tan terribles.

La contemplación
La contemplación

No recuerdo haber visto ninguna película la noche del 11 de septiembre de 2001. Pero sí recuerdo la caída en televisión, qué hice yo desde mi insignificante distancia aquel día, y con quién. Por supuesto, nunca había estado en Nueva York. Ni falta que me hacía: Nueva York, como Madrid, como París, habían estado en mí. Prometo hacer acto de contrición: para sentir como propias todas las muertes no occidentales, ajenas e injustas, dejaré de saltarme la sección “Internacional” del periódico. Mañana empiezo.

Pequeño atlas de crueldad humana

Señala Umberto Eco en su Historia de la belleza (2004) la equivalencia que en diferentes etapas históricas se ha establecido entre lo Bello y lo Bueno. Por supuesto, no se trata de una relación esencial, sino de una convención; de hecho, existen casos muy llamativos de grandes creadoras capaces de lo peor en su vida privada. Intuitivamente, parece que la bondad y la maldad son categorías morales que guardan poca relación con el Arte (¿acaso la única palabra que merece siempre comenzar con mayúscula?) Incluso aceptando la tesis de John Gardner, para quien el arte verdadero es intrínsecamente moral, abundan los ejemplos de genuinos creadores de moral conflictiva. Cuando la obra de una artista de enjundia se hace acompañar de dudas razonables acerca de su calidad humana, el público no siempre consigue abstraerse del ruido. La duda es si tan siquiera debería intentarlo.

En casos así talento y bondad parecen elementos inversamente proporcionales. Por otro lado, ¿será la gente sin talento buena, en el sentido machadiano de la palabra? No tengo motivos para dudar que Paulo Coelho sea una bellísima persona, pero a juzgar por los escalofríos que me produce su santurronería mística desearía no tenerlo nunca a una distancia inferior a una docena de monjes budistas cargados de flores de loto.

Fritz Lang no haría daño a una mosca. Pero a ti sí.
Fritz Lang no haría daño a una mosca. Pero a ti sí.

Mi clasificación de energúmenos brillantes la encabeza Fritz Lang, famoso por sus maneras de dictador en el set de rodaje (su parche en el ojo, me imagino, lo haría aún más terrorífico). Pero entre el blanco de la santidad y el negro de la cabronería existe una gama infinita de grises: la falta de escrúpulos de Lang a la hora de maltratar a los intérpretes a sus órdenes (“llevar al límite”, para las amantes del eufemismo) bien puede compensarse con su renuncia a convertirse en el director estrella del emergente nazismo (“honor” que acabaría por recaer en la cineasta Leni Riefenstahl).

Crueldad y Arte también se han dado la mano en España. A Furtivos (1974), la película de José Luis Borau, la fama le viene por: a) radiografiar con precisión quirúrgica la España más negra del tardofranquismo, y b) contener una escena en la que se apalea a un perro hasta la muerte. Como le ocurre a Sánchez Ferlosio con la “fiesta” de los toros, de esa escena no me molesta tanto el sufrimiento en sí del animal, como la innecesaria crueldad de las personas (Borau tras la cámara, Lola Gaos delante) que participan en el proyecto. Encuentro interesante una circunstancia: la escena no está rodada de manera que, inevitablemente, la audiencia descubra que no hay truco. Llena de cortes y con omnipresencia del montador, no colaría en ninguna snuff movie ni cinta pornográfica. Diría más, ciertas escenas brutales de, pongamos, Haneke o Pasolini, bien parecen más “auténticas”. De ahí que nos preguntemos, inevitablemente: ¿Y si nunca llegamos a descubrir que el perro estaba siendo realmente apaleado? ¿Cambiaría nuestra percepción del resultado? La verdad puede hacernos tan libres como infelices.

Primer resultado de googlear "lola gaos borau".
Primer resultado de googlear «lola gaos borau»

Compaginar la concienciación feminista con el gusto por el cine de autor resulta también una fuente inagotable de quebraderos de cabeza. De Fellini a P. T. Anderson, pasando por Buñuel o Godard, ¿quién se libra de la acusación de machista? Ahora bien, la misoginia de la escena de Guido con su harén de mujeres en 8 ½ (1963), o el papel de la terrorista de Miranda en El discreto encanto de la burguesía (1972), no consiguen empañar la calidad de esas dos películas. ¿O sí?

¿Cuánta importancia tengo que darle a que Calamaro luzca tatuajes taurinos y jure amor eterno a nuestro rey padre? ¿O a que a Jaime Urrutia le ponga tanto la estética fascista, como reconocía hace unos años en “La ventana”? No en vano la filiación política también es fuente inagotable de sospechas. Que Javier Bardem perteneciese a “los de la ceja”, o que compagine la vida de una estrella de cine con la defensa de causas sociales,[1] lleva a que muchos elijan obviar la verdad que esconde su interpretación de (por no decir “simbiosis con”) Santa en Los lunes al sol (2002). De Dalí no recuerdo qué me molesta más, si sus tendencias filofranquistas o la agotadora presencia de su obra y su persona en posters y adornos de todo tipo y condición. De Elia Kazan aceptamos que era un chivato que no se vestía por los pies, pero La ley del silencio (1954) parece un argumento de peso para concederle el indulto.

Pie de foto a gusto del consumidor.
Pie de foto a gusto del consumidor.

Hace unos años, a Nacho Vegas le llovieron palos por criticar a Lourdes “Russian Red” Hernández. A la pregunta de si se consideraba de izquierdas o de derechas, Hernández respondía que, si se tuviese que decantar (sic), elegiría la derecha. Concedía Vegas que tiene sentido que Hernández se declare de derechas, puesto que su objetivo es escribir canciones bonitas. Si se me permite la comparación, algo parecido sucede con Borges. No se trata tanto de que su literatura sea abiertamente fascistoide o conservadora. Más bien, mientras García Márquez escribía sobre multinacionales bananeras masacrando a sus empleados, o Rulfo sobre familias de campesinos que valen tanto como una vaca, o Fuentes sobre la corrupción de la Revolución Mexicana, Borges proponía juegos metafísicos. Decía el Nobel de la Paz Desmond Tutu que quien se mantiene neutral ante una injusticia ya ha elegido el lado del opresor. Incluso obviando la admiración de Borges por ciertos dictadores, es la falta de intención política la que convierte su producción en un elemento político – inevitablemente conservador.

Hay en la novela de Jonathan Franzen Las correcciones (2001) un personaje llamado Chip. Su cabeza le ha convertido en un profesor universitario y brillante académico en el campo de los Estudios Culturales, conocedor de cómo los medios manipulan a las masas y de la necesidad de combatir la heterosexualidad compulsiva; pero sus tripas le hacen rechazar a su amante cuando esta se presenta con un look andrógino en lugar de prendas tradicionalmente femeninas.

Ver pie de foto anterior.
Ver pie de foto anterior.

Borges hace de mí un pequeño Chip. Como a cualquier persona de bien, se me revuelven las tripas al verle fotografiado, ufano y sonriente, junto a Pinochet y Videla. Pero, como no soy chileno ni argentino, ni familiar de desaparecidos, puedo permitirme el lujo de admirar a Borges. Negar esa admiración equivaldría a hacerme trampas al solitario. Mi cerebro se hace más libre al leer El Quijote en versión de Pierre Menard, al adentrarme en la biblioteca de Babel, que contiene todos los libros posibles, o al descubrir que Judas fue nuestro auténtico salvador. Váyase lo comido por lo servido.

[1] Reclamo ya mismo un equivalente español a esa maravillosa expresión anglosajona, Smoked-Salmon Socialist. Lo siento, Wikipedia, pero “izquierda caviar” no me convence.

La máscara de la tristeza

I

Si aceptamos que “El poeta es un fingidor”, como alertaba Pessoa, se puede entender que ciertas estrellas mediáticas lleguen al nivel Meg Ryan de simulación. La exposición pública de un icono del pop multiplica la necesidad de inventar personajes tras los que camuflarse. El caso de Bowie, convertido ya en cliché, resulta paradigmático, habiéndose metido en la piel, según la época y las modas, de Ziggy Stardust, Aladdin Sane, el Duque Blanco o su más reciente metapersonaje.

MetaBowie
MetaBowie

Bowie, igual que Beyoncé y su hipersexualizada y polémica Sasha Fierce, Elvis en las Vegas disfrazado de pavo real antropomórfico, Madonna poniendo de moda los tatuajes de henna, o los Beatles descubriendo un sitar: de ellos se esperaban estas reencarnaciones (o se han constituido, en el imaginario colectivo, como acontecimientos proféticos, inevitables, caso de Dylan volviéndose eléctrico). Otros músicos venden una autenticidad inquebrantable, Springsteen como ejemplo paradigmático: ni las giras a 150 euros la entrada parecen dañar su imagen perenne de working-class hero. No tendría mucho sentido, a estas alturas, un giro radical en su personaje público, con nuevas máscaras con las que jugar.

El jefe es un one-trick pony, un artista con una trayectoria estilo Ruta 66, larga y rica, sí, pero unidimensional. Si escuchamos sus canciones recordando que a los dieciocho no dejó embarazada a su novia, que no luchó en Vietnam, o que a estas alturas no solo no hace la compra en el supermercado de al lado, sino que, ejem, ni siquiera se enamora de las cajeras, su música empieza a sonar hueca, ridícula, grandilocuente en nuestros oídos. Mejor aceptar la imagen de chico (sexagenario) de la calle.

Insértese la cara de Springsteen.
En cambio, otros artistas no viven de la autenticidad, lo que les da mayor libertad para jugar con los personajes que van creando. Tomemos los Smiths, grupo deprimente por antonomasia. Ya sabéis, “Heaven knows I’m miserable now”, “I know it’s over, and it never really began”… Sin embargo, la ironía y el tono redimen las letras de Morrissey. Cómo si no interpretar la madre de todas las tragedias homosexuales: “There’s a club, if you’d like to go / You could meet somebody who really loves you. / So you go and you stand on your own, / And you leave on your own, / And you go home, / And you cry and you want to die”. Si quisiera que nos lo tomásemos en serio, no cantaría estos versos finales tan atropelladamente, consciente de que un poco más y se le escapa la risa; igual que tampoco soltaría esos juguetones “I know, I know, it’s really serious” para describir el estado de su “Girlfriend in a coma”.

Ya en solitario, esa faceta teatral y burlona resulta aún más pronunciada, llegando al mesianismo de perdonar a Jesucristo. A diferencia de Springsteen, Morrissey juega con la ambigüedad, hasta el punto de “parecer un depravado y abogar por el celibato”, en palabras de cierto cantautor norteño que habrá de seguir su ejemplo.

 

II

El poeta fingidor de Pessoa “Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”. El personaje público de Nacho Vegas (no tanto el de entrevistas y publirreportajes como el de sus propias composiciones) se empapa de ese dolor, dejándonos la duda de si es real, simulado o en diferido.

Al Vegas fingidor me lo descubrió una mano anónima, cuando saqué de la biblioteca de mi barrio “Actos inexplicables”. Junto a los primeros versos del álbum (“Esto es para decirte
que aquí está empezando a nevar. / La playa parece un oso que duerme junto al mar. / Es una extraña mañana de febrero en Gijón”), alguien había apuntado a lápiz: “¿Nevar? ¿¡En Gijón!?” Toda una hostia de realidad con la que comprender que no era un ser humano sino una persona poética a quien estaba escuchando.

El sambenito de “Nacho Penas” dificulta el objetivo último de este texto: demostrar que Vegas es un cachondo (o dejándome llevar un poco menos: que tiene sentido del humor). Que sí, que quien quiera puede cortarse las venas tarareando Ocho y medio, pero también puede sorprenderse a sí misma escuchando con una sonrisa en los labios.

Se intuye cierta falta de práctica.
Se intuye cierta falta de práctica.

Que no nos engañe la crudeza, la pornografía emocional de algunos cortes de sus primeros discos, cuando parece transmitir sin mediación ni distanciamiento estético que “en este horror no hay literatura”. Hay una mirada socarrona debajo de la máscara de la tristeza. Como mucho, ironía, objetarán algunas. Y de eso también hay, a patadas, por ejemplo al rememorar el tiempo en que su relación con Christina Rosenvinge era fuerte y grande… “igual que las torres gemelas / allá en Nueva York”. Pero Vegas también puede vestirse de inocencia encantadora, haciendo que su “yo”  infantil se pregunte, frente a un calendario: “En diciembre, el 31, ¿se acabará el mundo?

Algo más de colmillo se intuye en su costumbrismo con mala baba política y social, donde señoras “de aspecto amable y peinado imposible” discuten el tiempo en el ascensor, personajes al borde de un ataque de nervios solo beben té (difícilmente autobiográfico) y leen “entera La Razón”, o un policía nacional “estudió una vez y consiguió sacar la oposición”.

Pero que su multitud de detractores y Russian Red no se preocupen: Vegas también tiene tiempo para la autoparodia: lo mismo te reconoce no haber sido un gran amante (“más de una lo querrá atestiguar”) que se enfrenta desde fuera a su propia fama de agonías: “Por allí llega Nachín con otra lúgubre canción”; o a su proyectada ambigüedad sexual: “es medio maricón y se meaba en la cama hasta los diez” (de nuevo… ¿autobiográfico?).

Ahora bien, el humor negro encaja mejor que los anteriores en su mundo creativo, y el más oscuro que yo recuerde está en “El ángel Simón”, tema que relata las sensaciones y recuerdos que suceden a la muerte de su padre. Entre referencias a manchas oscuras en el colchón donde se halló el cadáver y a vivir con miedo a tu propia vida, el “yo” de la canción nos cuela la broma que el “finado” solía gastarle a sus hijos: “al pasar delante de una funeraria, / nos decías: ‘Agachaos, / no vaya a ser que os tomen las medidas’”.

Decía Wilde que la vida imita al arte. Yo, desde el día que saqué el disco de la biblioteca de La Calzada, por lo que pueda suceder, cada vez que camino por delante del número 30 de la calle de Los Moros, agacho la cabeza y me encojo, e intento pasar desapercibido.

La falacia del final feliz de la esclavitud

Dejemos a un lado la deliciosa obscenidad de que Brad Pitt, productor de 12 años de esclavitud (2013) y padre de una familia United Colors of Benetton en la vida real, se haya reservado el papel de emancipador de la comunidad negra. “Si hubiera justicia, yo no sería un esclavo”, lamenta Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor) ante su futuro salvador, Samuel Bass (Pitt). John Ridley, el elitista responsable del libreto de 12 años de esclavitud, prefiere ignorar que la auténtica injusticia no radica en la situación particular de Solomon sino en la institucionalización de la esclavitud durante buena parte de la experiencia nacional estadounidense.

Uno de los poderes del arte es su capacidad para iluminar el mundo a través de la articulación de experiencias personales, tanto reales como ficticias. 12 años de esclavitud y Django desencadenado (2012) representan el reverso oscuro de ese poder. El caso (real) de Solomon Northup y el (ficticio) de Django son excepciones que buscan tranquilizar a la audiencia (blanca). Los propios títulos de las cintas anuncian la falacia que promocionan: Django se ha liberado de sus cadenas; la esclavitud no ha durado más de doce años. Las espectadoras se retiran a sus casas satisfechas de que la discriminación racial se haya superado. Excepto: no.

Resulta inverosímil y hasta moralmente reprobable realizar una película que trate el tema de la esclavitud prescindiendo de una lectura política. McQueen y Tarantino logran tal proeza. Sus protagonistas solo tienen interés en su propia libertad, y sus acciones en ningún momento buscan mejorar la condición de aquellos en su misma situación. Ridley podría aprender de la capacidad de Toni Morrison para, partiendo de la vivencia individual, arrojar luz sobre la Historia (con “h” mayúscula). En Beloved (1987), las cicatrices en la espalda de Sethe, la esclava fugitiva, toman la forma de un cerezo, creando así al tiempo una radiografía del dolor personal y un árbol genealógico de la esclavitud como experiencia comunal y memoria colectiva.

Solomon y Django aparecen dibujados como individualistas radicales en la mejor tradición de la cultura WASP, la misma que en su confianza ciega en los principios ilustrados del derecho personal (es decir, del hombre blanco) a la propiedad privada contribuyeron a cimentar y expandir la esclavitud en primer lugar. Una excepción sugiere lo que la película podría haber sido de haber adoptado una visión más amplia e integradora: la imagen de comunión durante los cantos espirituales en el funeral de Uncle Abram.

Por supuesto, la individualidad de Solomon y Django alcanza hasta donde interesa al privilegiado. Y es que solo las acciones de los bondadosos blancos Samuel Bass y Dr. Shultz (Christoph Waltz) propician la liberación de los protagonistas. La industria cinematográfica se empeña en ocultar las muy comunes revoluciones de esclavos que, huelga decirlo, no contaban con ningún apoyo del opresor, desde la Revolución haitiana hasta la rebelión frustrada de Nat Turner. Como denuncia Willie Osterweil, “nunca aprenderías viendo películas de Hollywood que una sola esclava se liberó a sí misma”.

La aparición del propio director en una de las escenas finales de Django desencadenado, interpretando un personaje que no requería más que el trabajo de cualquier actor secundario solvente, se antoja un intento desesperado por robar a Django cualquier protagonismo. “Esta película es sobre , no sobre la venganza de un esclavo”, parece decir Tarantino, como si después de dos horas de metraje quedase alguna duda al respecto.

Nadie dijo que la labor de representación de la esclavitud fuera fácil. A imagen de los trabajos de historiadores como Berel Lang o Hayden White a propósito del Holocausto judío, resulta relevante cuestionar si la esclavitud estadounidense puede ser representada en una obra de ficción. Tarantino y McQueen responden afirmativamente, aunque desde distintos presupuestos, con sus películas.

Tarantino, adalid de las películas sobre películas, convierte la esclavitud en un cruce de spaghetti western, buddy movie y comedia adolescente. Las críticas no se hicieron esperar.

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En una de las escenas supuestamente cómicas, pero que no desentonaría en una secuela de Dos tontos muy tontos (1994), los miembros del KKK muestran su inutilidad para preparar una emboscada. Pero, ¿qué tenemos que inferir sobre la capacidad intelectual o de resistencia de los esclavos, cuando sus opresores parecen sacados de un episodio de Jackass? ¿Cuál es el resultado de menoscabar la fuerza de uno de los brazos armados (e ideológicos) más potentes del terrorismo blanco? ¿Quién sale peor parado de la parodia?

A ese acercamiento grotesco y juguetón, Steve McQueen responde con una pornografía del dolor, un realismo exacerbado que deja poco lugar a la imaginación a la hora de recrear las dinámicas violentas de la relación amo-esclavo. (Las fantasías sadomasoquistas que puede haber evocado el ritual de Michael Fassbender castigando el cuerpo desnudo de Lupita Nyong’o son materia para otro artículo.)

Resultaría injusto escamotearle al esteticismo extremo de McQueen algún que otro logro. En una época de inmediatez que apenas ha sabido digerir el estilo MTV, en la que los planos de más de dos segundos de duración parecen proscritos, McQueen, al igual que Michael Haneke, entiende que hay pocos recursos más subversivos que el plano fijo. Así se demuestra en la escena del linchamiento frustrado del protagonista, prodigio de composición y manejo del tiempo cinematográfico que en su búsqueda de la angustia mediante la mirada inmóvil y distanciada no desentonaría en la filmografía del autor de Funny Games (1997).

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Partiendo de que la esclavitud tiene que ver con relaciones de poder, opresión y resistencia, salta a la vista la relevancia de prestar más atención a las mujeres esclavas en su posición de subyugación múltiple. La presente oración contiene más palabras de las que Kerry Washington llega a pronunciar en su papel de esposa de Django. A su vez, en cuanto Solomon abandona la plantación de Epps (Fassbender) para reunirse con su familia, el guion de Ridley decide ignorar por completo el sufrimiento de Patsey (Nyong’o). Ambas desempeñan un rol meramente funcional en la narración. No parece probable que en un futuro reciente veamos un film que re-imagine sus historias.

Por esta y otras razones, aún habrá que esperar por la aparición de la película definitiva sobre la esclavitud. ¿Quién podría realizarla? Probablemente, no un director italo-americano capaz de declarar sin ruborizarse que en otra vida fue un esclavo en los Estados Unidos del siglo XIX. La última ganadora del Óscar a la mejor película estaba escrita por un guionista negro (con una visión de las desigualdades raciales más que discutible) y dirigida por un artista negro. Pero la mayoría de productores eran hombres blancos, tal como los miembros de la Academia que votaron por ella. Quizás aplicar un veto racial al tema de la esclavitud no sea la respuesta. Ahora bien, parece un deseo legítimo que llegue el momento en que la comunidad blanca deje de controlar la experiencia de la comunidad negra.

La canción más poética del mundo (ensayo-ficción)

Una tarde otoñal de 1979, el joven Steven Patrick Morrissey trata de forzar la cerradura de la entrada de empleados de una vieja fábrica de tejidos de Castlefield, a orillas de los canales de Manchester.[1] Es un veinteañero con un propósito: componer ininterrumpidamente para, al amanecer, tener en sus manos la canción pop más poética de la historia.

Morrissey en 1979. Hay vida antes del tupé.
Morrissey en 1979. Hay vida antes del tupé.

“Si la torpe de Mary Shelley,” pensaba Steven, “fue capaz de parir, en las mismas circunstancias, mutatis mutandis, su Frankenstein, ¡siendo poco más que una niña!, qué no podré hacer yo…” (Obsérvese que nuestro protagonista abusa de las comas en sus pensamientos).

Como la puerta no cede, Steven rompe con uno de sus zapatos de cuero la parte baja de un ventanal (Steven ama las vacas, pero nunca se rebajaría a calzar zapatos sintéticos). A pesar de la comodidad tentadora de la silla del despacho de dirección, nuestro héroe decide iniciar su labor en un lugar más adecuado para el trabajo del artista atormentado: un rincón húmedo de lo que tiempo atrás había sido el vestuario.

En su cuaderno figuran ya los dos versos iniciales: “A dreaded sunny day, / So I meet you at the cemetry gates”. Su intención es comenzar con una contradicción, cercana al oxímoron, en la contextualización de la historia. Si el sol acostumbra a implicar vida, luz, alegría, el “yo” de su canción habrá de reunirse con su acompañante en un soleado día… de pesadilla.

Mientras piensa en los siguientes versos, Steven no puede evitar alargar juguetonamente la cola de la “y” en “you”. En su mente fantasea con ese muchacho cejijunto con el que compartía clase en la escuela de secundaria de Santa María, a quien siempre quiso proponer una visita conjunta al cementerio municipal del sur de Manchester. A causa de su timidez crónica, Steven ha tenido que conformarse con llevar la foto de su numen en la cartera, en un lugar de honor junto a imágenes de James Dean, Pat Phoenix y Oscar Wilde. A pesar de los placeres audiovisuales proporcionados por el rebelde sin causa y la estrella de Coronation Street, el reto consiste en crear la canción más literaria posible. Así que mencionar al dandi dublinés se antoja ineludible: “Keats and Yeats are on your side / While Wilde is on mine” (esa última aliteración de “While Wilde” se sube a doble o nada en la estrofa final con “weird lover Wilde”). La letra pone en competencia a tres grandes orfebres de la belleza, concepto que también obsesionará a Steven.

Pero salpicar el texto de literatos de prestigio es un atajo del que nuestro protagonista no debería abusar: Steven sabe que ha de crear por sí mismo. Tras el muy vistoso juego de palabras en “we gravely read the stones” (“grave” como “serio” o “grave”, pero también como “tumba”), saca de su maletín escolar (este sí, de plástico imitando la piel de cocodrilo) el manual de Lengua y Literatura de Segundo de BUP. Sección tópicos latinos: ubi sunt? con unas gotitas de tempus fugit y pregunta retórica incluida: “All those people, all those lives, / Where are they now?”.

El bueno de Steven siempre ha hecho gala de un hiperdesarrollado gusto por el pathos. Por si la fugacidad de la existencia y la vanidad de la vida terrena requiriesen mayor comentario, el pequeño artista aclara sobre los habitantes del cementerio: “With loves, and hates, / And passions just like mine. / They were born and then they lived and then they died”. O dicho de otro modo, entre la cuna y la sepultura media un suspiro. No es de extrañar que aquí el modelo sea Quevedo, el más anglosajón de los clásicos españoles.

(Enlace para los amantes de la verdad.)

Pero el corazón de Steven siempre ha sido inglés (y su sangre irlandesa), por lo que se le antoja inevitable citar al viejo William (it was really nothing) para dotar a su composición de mayor peso. Por muy irreverente que seas, no es fácil escapar de la presión del canon: “You say: ‘Ere thrice the sun done salutation to the dawn’, / And you claim these words as your own. / But I’ve read well and I’ve heard them said / A hundred times (maybe less, maybe more)”.

Aunque en el fondo suscriba las palabras de Picasso: “Los grandes artistas copian, los genios roban”, Steven se asigna en los versos siguientes el rol del pedante defensor de la integridad académica (sin necesidad de haber ido a la universidad para reconocer a ese espécimen): “If you must write prose-poems / The words you use should be your own. / Don’t plagiarise or take on loan. / Cause there’s always someone, somewhere, / With a big nose, who knows”.

A pesar de la muy noble empresa en que se ha embarcado, en el fondo Steven es un chico sencillo, con preocupaciones mundanas como no acostarse con el estómago vacío o evitar ser apuñalado por ese yonki mancuniano que no deja de asomarse por la cristalera (y que bien podría ser uno de sus compañeros en los Nosebleeds). Por ello, decide que una estrofa más y se puede dar por satisfecho (al fin y al cabo, ¿cuáles son las probabilidades de que le haga sombra otro genio rarete del norte de Inglaterra en los próximos años?)

Así y todo, hay tiempo para un último juego con el oyente: “You say: ‘Ere long done do does did’, / Words which could only be your own. / And then produce the text from where was ripped. / (Some dizzy whore, 1804)”. Algo no acaba de convencerle de estos versos, hasta que por fin da con la tecla: ¿por qué escribir un corrientucho “where” cuando puede utilizar el mucho más arcaico “whence”? Dicho y hecho: “From whence was ripped”. Pero la sustitución produce un efecto inesperado en nuestro protagonista. Quien se asomase a la ventana translúcida de los antiguos vestuarios descubriría a Steven con un gesto más contrariado de lo habitual. Es poco más de medianoche, pero ha llegado el momento de volver a casa. Un sabor amargo empaña lo que tendría que haberse sentido como un logro. En el país de los ciegos, el tuerto es el rey. “Triste presente el de la música pop,” reflexiona un desengañado Morrissey, “cuando cambiar ‘where’ por ‘whence’ equivale a hacer poesía”.

El resultado del reto, siete años después (y Johnny Marr mediante).

[1] Quien dude de la veracidad de esta historia, que no continúe leyendo.

Aullando a las puertas del cielo

En los pasillos de la compañía de corretaje Stratton Oakmont, escenario de bacanales sexuales y económicas, un bróker destroza, sin motivo aparente, su bate de béisbol contra el suelo enmoquetado. Esta regresión al mundo de los instintos del simio de 2001 (contrapicado incluido) es el preludio de una odisea que tiene poco de viaje iniciático: la del Homo americanus en su intento por acumular posesiones.

Frank Sobotka, el estibador que centra la trama de la segunda temporada de The Wire (2002-2008), radiografía con acierto el estado del mundo laboral en los Estados Unidos: “Solíamos hacer cosas en este país, construir cosas. Ahora nos limitamos a meter la mano en el bolsillo del tipo de al lado”. A buen seguro, Jordan Belfort, el lobo de Scorsese, le daría la razón en el diagnóstico. En cierto modo, ambos personajes comparten una visión del mundo. Pero mientras la construcción del personaje de Frank, líder sindical y representante de una asfixiada clase obrera, responde al tono dramático y trascendental de la serie –a medio camino entre la tragedia clásica y la novela realista-naturalista decimonónica–, Jordan, farsante por antonomasia –tanto fingidor como protagonista de una farsa– se regodea en su incapacidad para producir algo tangible. Su reino no es de este mundo (material): su empresa no fabrica barcos ni coches, ni siquiera recurre a billetes o monedas para cerrar sus tratos; todo se reduce a números en un papel. Frank (quien, negocios turbios aparte, se gana la vida en el mundo de trabajo físico de los astilleros) se muestra consciente del drama una vez su caída es inevitable. Jordan, en cambio, reconoce el pecado original en su momento de gloria, lo que no implica una reevaluación moral de su conducta: entre ser rico y ser pobre la elección no deja lugar a dudas.

El símil con la figura del lobo ofrece lecturas variadas, puesto que Jordan representa al macho alfa herido en su masculinidad, liderando la caza de la gran ballena blanca del dólar. Cuando la condición de hombre se compra con dinero, el fracaso en los negocios implica inevitablemente una emasculación, como muestra la última escena de sexo con Naomi. La impotencia del narrador-protagonista, sobradamente documentada a lo largo del metraje, se compensa con un frenesí, un intento por montar a todo bicho viviente que se lleva al extremo grotesco en la escena del avión. No hace falta jugar a ser Freud para constatar el proceso de sublimación que dibuja el guion de Terence Winter: en El lobo de Wall Street (2013), los símbolos fálicos son cualquier cosa menos sutiles, desde el yate Naomi hasta los rascacielos de la capital mundial de los negocios.

El pecado que hace inevitable la caída de Jordan Belfort nace de la degradación del sueño americano, entendido ahora como simple acumulación de riqueza. El estilo de Scorsese se amolda a la forma de actuar de sus personajes: también funciona aquí por acumulación, buscando que cada fiesta sea más ruidosa, más cara y con más prostitutas que la anterior. El colapso de la torre de Babel de la indecencia construida con dedicación durante tres horas es el único fin posible. La película obvia que es el ciudadano de a pie quien muere asfixiado entre los escombros del edificio mientras sus ocupantes escapan en helicóptero (aunque sea, como en el caso de Belfort, previo peaje de unos meses en prisión).

Scorsese logra lo que su discípulo Tarantino lleva años buscando: reutilizar materiales genéricos de poco calado (comedia adolescente, slapstick) para crear una obra personal y coherente con la carrera del autor. Narrativamente, la historia de ascenso y caída se ha visto mil veces, varias de ellas en trabajos anteriores del mismo director. Ahora bien, cintas como Goodfellas (1990) proyectaban una problemática fascinación hacia el mundo de trajes elegantes, códigos de honor heredados del viejo mundo y jerarquía rígida donde, aún así, la movilidad interior era resultado de los méritos objetivos. Esa fascinación podía llegar a nublar el rechazo de la violencia por parte de la espectadora, quien seducida por la elegancia del movimiento de cámara scorsesiano llegaba incluso a empatizar con un psicópata de la talla de Joe Pesci. En cambio, en este biopic, los trajes son caros pero cutres, los valores del viejo mundo no están asimilados sino olvidados, y la amistad tiene el mismo valor que la palabra de los agentes de bolsa: el de un gran fugazi.

El tono es la clave para ofrecer algo distinto, a ratos farsa, sátira o caricatura. Por ello, la obra con la que más acertadamente podría comparase El lobo de Wall Street es Money (1984), novela de Martin Amis. Su protagonista, John Self, al igual que Jordan, busca la gratificación inmediata. Ambos viven existencias marcadas por la adicción (al tabaco y las drogas, al sexo y la pornografía), lo que permite a Scorsese y Amis hacer comedia a partir de una sociedad enferma, en la que el principal objetivo no es tanto conseguir, sino conseguir más. “El dinero es una ficción, una adicción”, reconoce Self, encantado, no obstante, de sufrir las consecuencias de tenerlo en abundancia.

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